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Los Tlayoyos de Teziutlán


El misterio reside en la permanente comunión del maíz con el chile.


Los Tlayoyos de Teziutlán
Octubre 26, 2016 19:09 hrs.
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Un viajero por estas tierras altas, jamás podrá decir que ha visto y probado todos los platillos que la gente prepara tomando como base al divino grano de maíz. El misterio reside en la permanente comunión del maíz con el chile.

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Los puertos son y han sido, a través de la historia, un punto neurálgico para las civilizaciones del mundo; puertas, con infraestrucura o sin ella, por donde arriban novedades y desgracias a un país determinado: gentes extrañas, ideas desconocidas, mercaderías alucinantes, animales fantásticos, amenazas de enfermedades, crueles conquistadores, soldados en guerra, dioses profetizados. Por lo tanto, la mayoría de la gente que habita los puertos es cosmopolita, dispuesta a vivir en un constante cambio y a aceptar al forastero puesto que tal vez ella misma ha venido de fuera. La gente de un puerto siempre será más desparpajada, guapachosa, alegre, abierta, que sus semejantes de tierra adentro ya que las localidades serranas vienen siendo como el alma de los pueblos. La región que guarece, imperturbable, lo tangible e intangible de las culturas. Lugares reacios a evolucionar (en el sentido de transformación). Es en las serranías donde prevalece el espíritu de las culturas ancestrales. Son estas además, zonas frías del planeta debido a la altitud. En contraposición, nuevamente, con las temperaturas siempre más altas que se dan al nivel del mar, lo cual también tiene su efecto en la fisiología de las personas. Las bajas temperaturas, paradójicamente, son un factor para aumentar el dinamismo de las personas, quienes tienen que trabajar duramente para proporcionarse alimento y abrigo. A la orilla del mar el calor, muchas de las veces, paraliza a los habitantes por su intensidad. Las diferencias pueden seguirse enumerando ampliamente, es un tema inagotable y habrá quienes estén de acuerdo y otros que no, todo sería cuestión de saber de qué país se habla, de cuál puerto y de cuál población serrana. Habrá quienes digan que el progreso tarda mucho en llegar a los sitios más altos, y puede que así sea pero a mí me gustan muchas de las cosas que disfruto cuando viajo a las poblaciones, por ejemplo, en la periferia de la zona volcánica cuyo pico más alto es el de Orizaba.
La abundancia de pinos es ya una gratificación a la vista y a los pulmones. Los campos de maíz ya seco como está ahorita, me arrancan una sonrisa de felicidad. El maíz es una bendita planta cuyo extraordinario fruto ha sido cocinado en una sorprendente variedad de preparaciones, para sacar de él los más exquisitos sabores al combinarlo con un número hasta cierto punto limitado de ingredientes y al cocinarlo en diversas formas: hervido, asado, frito, al vapor, tostado, molido, entero, martajado, nixtamalizado, desgranado y en mazorca, deshidratado. Un viajero por estas tierras altas, jamás podrá decir que ha visto y probado todos los platillos que la gente prepara tomando como base al divino grano de maíz. El misterio reside en la permanente comunión del maíz con el chile. Las variedades de chile que se consumen en nuestro país son innumerables, y otra vez la magia popular interviene para ampliar la gama de sabores de estos según las combinaciones entre ellos y el modo en el que se preparan para la elaboración de las salsas que, indiscutiblemente, acompañarán al maíz: fritos, asados, hervidos, crudos, molidos, martajados, pulverizados, toreados, rebanados, capeados, rellenos, encurtidos. La historia continúa ahora con las múltiples variedades de frijol que son, pasando por alto las carnes, el otro complemento indispensable para rellenar tortillas, tamales y gorditas. Pero he aquí que en las tierras altas de la sierra de Puebla, el relleno de frijoles ha sido sustituido por otra delicia: el alverjón. Esta leguminosa no es más que el chícharo o guisante seco. Kilogramos y kilogramos de un puré de alverjones a los que hojas de aguacate molidas les han devuelto su tono verdoso, se cocinan en enormes parrillas en uno de los pasillos del mercado Filomeno Mata. Docenas de personas hacemos cola ansiosas, en este tercer domingo de noviembre, cuando la neblina se agolpa en las esquinas y emboza hasta a los perros, para conseguir una dotación de esos panecillos ovalados, regordetes de pasta de alverjón, recién salidos del comal, humeantes, bañados con salsas verde, roja, de chile seco y coronados con queso. El hambre se distrae con la angustia de no conseguir uno siquiera. La cantidad de paisanos peleando por ellos es verdaderamente impresionante. Al fin, un sitio para sentarnos, delante de nuestros ojos pasan los pequeños platos humeantes, ya, ya nos toca el siguiente. Los hombres que nos acompañan se aventuran a ir a los puestos contiguos y regresan con gruesas rebanadas de chayotescle rellenas de queso y capeadas, bañadas en salsa. La conversación se trasmuta de angustiosa a risueña, estamos felices, hemos conseguido sendos platos. Comemos con las manos, soplándole a los tlayoyos para no quemarnos la lengua. Es imposible, aún para el más goloso, comer más allá de cuatro tlayoyos. Yo, solo puedo con dos después del capeado de chayotescle. Aunque la gente sigue llegando, pronto el comercio baja su cortina. Se ha acabado la materia prima y la producción se detiene. El frío se nos ha quitado y pagamos una cantidad muy por debajo de la satisfacción gastronómica. Nos dirigimos ahora a los puestos de dulces y completamos el banquete con ricos y cremosos jamoncillos de Chignahuapan. Los toledanos envidiarían estos sucedáneos del mazapán en los cuáles las almendras han sido magistralmente sustituidas por las sencillas y económicas semillas de calabaza. El frío, ahora, ha envainado su espada y nos sentimos animosos para regresar a casa. La comilona nos da energías hasta la mañana siguiente. Las tierras altas guardan la sabiduría de nuestros ancestros.

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